viernes, 23 de octubre de 2015

Mierda, sangre y semen


Damián sabía que no era cosa de los relojes, que era ella la que los modificaba a su antojo y las mujeres que juegan con el tiempo así, pensaba, fácilmente pueden jugar con la cabeza de uno. Le inquietaba la desconfiguracion de sus días, pero era más fácil mover las tuerquitas de los aparatos que tratar de entender a una mujer a la que, por cierto, jamás había sabido mover.
Por el otro lado, Violeta, la reina blanca, solía cambiar los horarios y alborotar la casa con la incoherencia precisa que solo cierta clase de locos posee, cansada de la monotonía. Ella temía por Damián, no quería que se volviera loco, pero también detestaba la idea de vivir una vida ordenada y mediocre junto a un hombre que no le lograba producir un orgasmo, orgasmo ( o algo que los hombres llamamos "ooh...")

La volatilidad es un elemento erótico similar a cualquier imprevisto que logra romper con la rutina, yo suelo encontrar excitante el desvarío porque no requiere reglas o planes, le dijo Aldo, su amigo, que intentaba consolarlo por teléfono. Damián no entendía esto y le decía que la correspondencia y la razón eran su único objeto de estimación. Ninguno de los dos hablaba de cómo satisfacer a una mujer, no porque fuera tema prohibido, sino porque ninguno de los dos sabía hacerlo.
Según Aldo su problema no era tan serio como para preocuparse mucho, pero esto lo pensaba refiriéndose al suyo: Hacía meses que él y Laura no se tocaban ni para saludarse.

El ritmo de las caderas de las hormigas en la tele eran porno para Aldo. Había gotas nocturnas en el baño que lograban provocarle una erección si se escuchaban algo obscenas. Pero era todo inútil porque cuando quería besar a Laura toda esa libido desbordada se reducía a un gesto cariñoso al que ella respondía con desdén y nostalgia. Todo esto sumado a los cada vez mas frecuentes ataques de pánico que Aldo sufría, y que lo obligaban a encerrarse en un patético silencio (incluso más patético que sus largas sesiones de masturbación)

Laura no seguía las reglas de la perversión de modo convencional, lo que de alguna forma hacía que su perversión fuera más visceral y menos preceptiva que la de Aldo. Se dedicaba a la enseñanza y era una ferviente militante feminista. Muy pocas veces se había dejado llevar por el frenesí de los abrazos y los sudores de los cuerpos, pero guardaba un secreto muy oscuro en sus pasiones que intentaba negar con una gélida pose.

Tanto la relación de Damián y Violeta así como la de Aldo y Laura con sus correspondientes conflictos habían sido determinadas por el azar de la vida y solo era cuestión de tiempo y espacio para que hallaran el perfecto equilibrio entre ellos. Dicho equilibrio no es más complejo que aquel del que se valen los planetas en órbita por efecto de la onda gravitacional ni menos importante que aquel logrado a partir del más antiguo redentor de las relatividades: el caos.

¿Quién observará la inexistencia y tomará nota? Si se pueden desaparecer todos los aparecidos ¿cómo y de dónde se nutre el placer?¿Qué sucedería si llegara a morir en un orgasmo?¿Sería ese punto previo a la desaparición mental el mayor deseo de mi vida? Estas cosas se preguntaba Aldo en su almohada antes de dormirse profundamente. Entonces tomaba posesión de su cuerpo el pánico, severo enemigo de sus nervios y aliado de sus reflexiones más intrépidas. Luego lo mismo de siempre, el pequeño lapso entre el terror y el agobio que conlleva al sueño. En él se fundían como magma todos sus deseos secretos, se derretía como semen de fantasía, ahí estaban las eternas piernas que caminaban como bestias por la tierra, las vaginas gigantescas por donde brotaban gotas de lluvia que al descender sobre Aldo se volvían una sola, la de su canilla con el cuerito mal puesto. Esas eran las tribulaciones de este pobre hombre sin imaginación, que se excitaba pensando en su propia inexistencia.

Damián estaba acostumbrado a vivir sin fantasías, a adornar con gran minuciosidad solo los muebles del living de su casa, a completar las ideas de espacio solo con nuevos floreros de cerámica y a usar la imaginación solo con los números. El orden de sus pensamientos era una amenaza para el hábitat con el que soñaba Violeta, pero (y esto era solo una idea desprolija) los dos sentían que esta incompatibilidad le otorgaba balance a la relación.
Ella asía la regadera con un gracioso gesto mientras regaba las plantas del balcón, casi con sorna, la noche en que Damián invitó a Aldo y a su novia a cenar a su casa. Eran las nueve de la noche y la señorita de la casa tomaba un café con leche y croissant, haciendo de cuenta de que era de día y que no tenía nada más que hacer que pasearse en pijama al ritmo de una canción caribeña, que sonaban en su tocadisco antiguo.
Laura y Aldo llegaron a eso de las diez, cuando Damián estaba a punto de abrir el vino. La primera que sacó conversación fue ella, que doblegó cualquier conversación posterior de los hombres con una charla sobre la violencia de género y la cosificacion tan evidente de los programas de la tele. Usó los términos: Monopolización machista del entretenimiento y retahíla antimenstrual pre anarquica. Esa increíble capacidad para decir idioteces tal como el resentimiento para con cualquier hombre eran prerrogativas propias (y lo siguen siendo) de las mujeres defensoras del género. Pero Laura sabía bien que aquella distancia que ponía con los otros no era otra cosa que una ilusión.

Otro documental en la tele sobre animales apareándose y Aldo no soportó más la frustración. Tengo que comprar unos cigarrillos, le dijo al amigo. Yo tengo que ir a entrar la basura, dijo después Violeta. A nadie le importó semejante arranque de incoherencia, Damián ya había tomado suficiente como para estar tranquilo en su sillón y Laura estaba muy entretenida viendo como procreaban sobre los árboles unos perezosos. Después de darle la llave de abajo del edificio Damián empezó a hablar serenamente con la catapulta de conceptos sin sentido de Laura hasta que se sintieron en sintonía.
Perdón por lo de esta noche, Violeta y yo no estamos muy bien últimamente y es difícil hacer sentir cómodos a nuestro amigos. Dijo muy triste Damián. Yo pensaba simplemente que una visita de ustedes podría mejorar la dinámica de la pareja...
Tan pronto como dijo esto último empezaron a brotar las lágrimas que le causaron a Laura una extraña conmoción. Esa clase de quebramientos lograba sacar su lado maternal y lo abrazó como si fuera su propia criatura.
Entonces sucedió el accidente.
Un relámpago en un planeta de otra galaxia, que adornó su atmósfera con diamantes, resonó tras una explosión de piedras plateadas.
Una elipsis en el libro del cosmos y un pedo gratificante en una esquina meada de un burdel y el ocaso y la ciénaga y el caos.
El apagón producido por un cortocircuito dejó todo el edifico a oscuras. Los rayos de luna se filtraron por la ventana iluminando los relojes del departamento que marcaban cualquier hora, pero como Violeta bien lo sabía, el tiempo no era otra cosa que una ilusión.

Los brazos de Laura se sintieron livianos en los hombros de Damián y por eso la abrazó con la misma ternura. Pero aquella inocencia no duró mucho y entre las sombras y el silencio sus bocas se chocaron, primero con suavidad y luego, como si la oscuridad les hubiera dado esa libertad tan ansiada, con una febril desesperación. Empezaron a morderse y a arañarse el cuerpo, queriendo arrancarse la piel de sus disfraces y todo sucedió en un instante oculto y no.
El momento de libertinaje mermó un poco una vez que se escucharon. Pero, Damián ¿qué estas haciendo? Dijo ella. Y en seguida la locura continuó, él no dejó que su impulso salvaje se extinguiera y solo respondió: Te voy a sacar el feminismo de una buena cogida, puta reventada. Y eso logró desarticularla del modo que nunca podría haber soñado aquel santurrón ni en sus más aburridos momentos de ocio. De pronto en la cama ella le pidió que la despojara de toda su ropa y de toda su dignidad. Por el ano, por favor. Suplicó entre gemidos. Por el ano, bien profundo. Pero aquella era una maniobra desconocida para él, quien la penetró como todo un inexperto cortándose el pene y llenándola de un líquido espeso que fluyó de aquella herida e ingresó casi sin dejar rastro. Ella gritaba del dolor pero no quería que se detuviera. Él no podía creer lo que estaba haciendo. Quizá, pensó, finalmente me contagié la enfermedad de Violeta.
Y por cierto ¿Violeta?

El corte de luz había dejado a Aldo y a Violeta encerrados en el ascensor. Las penumbras también se tiraría como predador sobre sus corazones. Pero antes Aldo debió enfrentar a su más reciente fantasma. Violeta trataba de tranquilizarlo, y el pánico obligo al hombre a desfallecer en el suelo, lleno de terror y desesperación. ¿Estoy muerto?¿estoy muriendo?¿estoy muerto? ¿quién soy? preguntaba entre sollozos insoportables. Ella logró mantener la calma y de golpe sintió su mano atrapando su pierna como si fuera un cadáver que había resucitado de la ultratumba y algo en ella se humedeció inmediatamente. Corrompida por aquella intuición quiso liberarse de las garras de aquel sombrío hombre que estaba en pleno ataque de pánico y solo logró que su mano se aferrara más a sus piernas, lo que la hizo temblar violentamente para caer sobre él, su presa.
Estaban atrapados, quizá para siempre, no lo sabían. El temor de Aldo era para Violeta como una bocanada de aire fresco. Entonces ella aprovechó su poderosa voz en aquel instante y lo dijo: Estamos muertos, o en realidad nunca estuvimos vivos. El hombre se abrazó a su cintura mientras ella con una gran satisfacción se estimulaba el clítoris furiosamente. Luego Violeta masturbó a su compañero de ascensor repitiendo una y otra vez: No somos... no estamos.

Una vez que volvió la electricidad ya todo había terminado. Las parejas se vieron a los ojos y se notaron un brillo extraño en las miradas. Una confusión excusable y un delirio inexplicable había enmudecido sus rostros. Nada había sucedido realmente, simplemente un desliz del tiempo causado, tal vez, por el extraño juego de los relojes. Una elipsis en el libro del cosmos, un punto ciego de la galaxia los había envuelto con un manto de lujuria que ahora latía levemente en cada órgano mojado de sus cuerpos. El apagón había sido un acceso, un error, un destiempo. El ascensor emprendió su marcha por el agujero negro y el sonido de la cadena de un baño se repitió en aquel eco de sus memorias, la única prueba de que aquello no había sido imaginario había sido eso que descendía por el drenaje a la última hora del día: una extraordinaria mezcla de mierda, sangre y semen.




lunes, 5 de octubre de 2015

El rufián


Margarita y Alfio eran un matrimonio de esos que ya habían pasado los sesenta, vivían en las cercanías del barrio chino, junto a una antigua peluquería llamada “El rufián” y jamás se habían mudado desde que se afincaron allí en la década de los ochenta, cuando él había empezado a trabajar como taxista mientras ella daba clases de pintura. Hacía un tiempo los dos permanecían en un molesto silencio en el que solo se comunicaban con señas y soplos procaces. Al parecer Alfio había empezado con este hábito el día en que Margarita le mencionó que se había puesto sordo y torpe, entonces se le ocurrió castigar a su mujer evitando entablar conversaciones con ella. Así fue como ella aprovechó esta nueva forma de relación para oír más claramente sus pensamientos.

En la vieja peluquería “El rufián” trabajaba Román, el peluquero del barrio de hacía veinte años, defensor de los “viejos modelos”de gobierno y amigo de la pareja. La vida había sido muy severa para el viejo Román, había comenzado a trabajar desde muy pequeño casi sin saber leer ni escribir, su mujer había muerto de un a.c.v. y además querían desalojarlo de su trabajo para poder ensanchar un nuevo supermercado japonés.

Ese día Román se encontraba cortándole el pelo a un niño muy molesto cuando observó a Margarita entrar al local, muy elegantemente vestida, con su cabello alzado y mostrando unas piernas que no parecían haber envejecido. Se sentó ante el enorme espejo y le dedicó una sonrisa a Román seguido de una mordida de labios, insinuando que aquel niño inquieto era un monstruito insoportable.

El viejo peluquero al que nadie nunca le dijo rufián cubrió sus pronunciados pechos con el mantel rosado que guardaba solo para sus clientas favoritas y empezó a cortarle el cabello a la mujer que hacía tiempo miraba con gran deseo y lujuria. Por momentos Román preguntaba por Alfio, a lo que Margarita respondía con una sonrisa fingida, sabiendo que no podía hablar mal de su marido a uno de los amigos más viejos del barrio. El perfume de la leal Margarita llenaba de frenesí  y de ideas prohibidas al pobre Román mientras trataba de concentrarse en no cortar demasiado. Lo cierto es que aquel peluquero no era muy atractivo, era un hombre muy abandonado y desecho por el tiempo. Y Margarita era una mujer mayor deliciosamente cuidada que aún conservaba una tierna mirada que podía ser fácilmente interpretada como picarona. Ambos se sentían muy cómodos en aquel antiguo local, pero eso no era otra cosa que un símbolo de la costumbre y la cercanía.

Luego de que el hombre moldara sus últimos bucles Margarita no se aguantó y le dijo a Román que su esposo ya no le hablaba. El peluquero moderó la sorpresa que le causó el comentario, limpió los hombros de Margarita con un cepillo y pensó que era su oportunidad para hacer una declaración. “Ya se le va a pasar. A veces los hombres somos muy orgullosos, pero usted, Margarita, cuenta con mi oído cuando quiera” Margarita parecía muy compungida al respecto y con aire de estar censurándose para no explotar de rabia. Por suerte él la impidió que dijera algo de lo que podría arrepentirse luego. “Tan complaciente es su voz, Margarita, nadie soportaría mucho su silencio…” Luego el hombre advirtió un ligero color en el rostro de la mujer y una sonrisa muy delicada. Román se sintió realizado.

Margarita no recibía halagos desde hacía mucho tiempo. Se sabía una mujer atractiva para otros hombres pero no solía hacer alarde ni coquetear con nadie. Al salir de la peluquería se sintió algo avergonzada de haber hablado de Alfio, pero se alegró de que le dedicaran aquellas amables palabras.

Al entrar a la sala, Margarita se encontró con el gato del vecino que se había metido por la ventana. Lo alzó como siempre y lo dejó cerca de la puerta para que se fuera solito. Alfio miró a Margarita y en lugar de mencionar algo sobre su nuevo peinado le dijo que sacara de una vez a ese gato porque seguramente buscaba comida. Como ella siempre tuvo afecto por el animal evitó responderle agresivamente y llevó al pequeño felino con su dueño.

Esa noche la pareja se fue a acostar y Alfio encendió la tele. Se puso a mirar una película algo erótica que no hizo más que fastidiarlo y decidió dormirse enseguida. Margarita, que aún no podía dormir, se perdió en el argumento del osado guion y recordó sus años de juventud, cuando el placer físico y la perversión lograban dominarla y llevarla a realizar actos tan imprudentes como prohibidos. Apagó el aparato que solo le producía insomnio y se le plantó una siniestra idea en la cabeza.

Los sonoros transeúntes del barrio comenzaron su mañana con inusual intensidad. El gato se había escapado nuevamente de la casa del vecino y ahora ocupaba el espacio vacío de la cama junto a Alfio, quien se incorporó al notar que su esposa no había pasado la noche allí. Se vistió con la rapidez que sus piernas le permitieron y empezó a llamar a Margarita por toda la casa, al no recibir respuesta salió a buscarla muy preocupado.

Atravesó un gentío que se había acumulado muy cerca de su puerta, se subió en el Peugeot, su compañero de rutas, y luego de apagar el cartel de libre empezó a andar. Quizá su mujer se había ido a lo de su hermana la noche anterior, después de que él se durmiera. Pero, ¿por qué tomaría esa decisión? Todavía era un misterio para Alfio. Solo cuando encendió la radio finalmente lo comprendió. La periodista mencionaba la fecha exacta de su aniversario, seis de octubre. Se maldijo con una gran furia y golpeó el manubrio con frustración. ¿Cómo había podía olvidarlo? Había estado tan ocupado en dificultarle la vida a su esposa que por primera vez había cometido uno de los peores pecados en el matrimonio, o, al menos, el primero que parecía imperdonable.

Debería preparar algo, pensó Alfio en su inocencia. Nada parecía ser apropiado ni garantía de éxito, fue el primer día desde hacía años que su mujer no le despertaba con el desayuno. Seguramente esto serviría para reconsiderar su actitud los últimos días. “Los últimos años”, masticó en su foro interno.

Después de dar unas vueltas en su taxi decidió volver a casa. Ya no había la misma cantidad de gente, pero sí había un patrullero frente a la peluquería de su amigo Román. Se paró frente a él, que estaba sentado en la vereda con los ojos llenos de lágrimas, y se rascó la cabeza. Nunca había visto a ese viejo llorar, ni siquiera después de que su esposa falleciera de un repentino ataque y le sorprendió que pudiera estar con tal angustia.

Román se levantó casi sin aliento y le pidió perdón. Solo podía repetir una y otra vez esa ridícula palabra: “Perdón”. Sonaba tan infantil viniendo de los labios de este hombre. Después de calmarlo el pobre viejo seguía disculpándose y diciéndole que él no había hecho nada. Pero la situación era muy confusa para Alfio, quien se apartó del hombre con fastidio y trató de cruzar la calle. Eso ayudó a su perspectiva, que hasta el momento había sido ofuscada por las eventualidades y su propia amargura. Miró hacia la peluquería y por primera vez notó algo muy distinto en la vidriera a la que estaba acostumbrado a mirar. Y era que el nombre pintado de rojo que solía estar en grande, “El rufián”, había sido completado muy artísticamente con otras letras. El encabezado le asustó de inmediato. No podía creer sus ojos y leyó y releyó aquel mensaje, tan claro y perfecto.

Alguien se había encargado de cambiar el nombre de la peluquería y no había sido cualquier vándalo… “Alfio es <El rufían> y Margarita su puta”.

Cuando se dio cuenta del estilo de la pintura y de lo que se ocultaba en esas pérfidas palabras recordó un aire distinto, un olor viejo y una imagen nítida de una juventud perdida u olvidada. Esa fue la mejor declaración de amor que Alfio jamás había recibido en su vida. Sonrió después de un suspiro de calma y tocándole el hombro al viejo Román dijo: "Ya lo resolveremos".

En la sala aún estaba el gato, oculto bajo la mesa. Sobre ella, las antiguas pinturas de su esposa y los distintos colores que hacía décadas que no se usaban. El gran amor de su mujer y su perfecto talento no habían cambiado a pesar de todo, solo su apreciación por ella, y ahora lo sabía.

Margarita lo esperaba en la habitación vestida con una suave tela blanquecina y un conjunto de lencería oscura, que solo podía despertar inspiración y locura en cualquier hombre que alguna vez hubiera probado la piel de una criatura perversa como ella. Esa noche el silencio no fue molesto, ni desesperante, ni asfixiante: solo un instante en la noche entre los primeros gemidos y las ultimas exhalaciones.