viernes, 23 de octubre de 2015

Mierda, sangre y semen


Damián sabía que no era cosa de los relojes, que era ella la que los modificaba a su antojo y las mujeres que juegan con el tiempo así, pensaba, fácilmente pueden jugar con la cabeza de uno. Le inquietaba la desconfiguracion de sus días, pero era más fácil mover las tuerquitas de los aparatos que tratar de entender a una mujer a la que, por cierto, jamás había sabido mover.
Por el otro lado, Violeta, la reina blanca, solía cambiar los horarios y alborotar la casa con la incoherencia precisa que solo cierta clase de locos posee, cansada de la monotonía. Ella temía por Damián, no quería que se volviera loco, pero también detestaba la idea de vivir una vida ordenada y mediocre junto a un hombre que no le lograba producir un orgasmo, orgasmo ( o algo que los hombres llamamos "ooh...")

La volatilidad es un elemento erótico similar a cualquier imprevisto que logra romper con la rutina, yo suelo encontrar excitante el desvarío porque no requiere reglas o planes, le dijo Aldo, su amigo, que intentaba consolarlo por teléfono. Damián no entendía esto y le decía que la correspondencia y la razón eran su único objeto de estimación. Ninguno de los dos hablaba de cómo satisfacer a una mujer, no porque fuera tema prohibido, sino porque ninguno de los dos sabía hacerlo.
Según Aldo su problema no era tan serio como para preocuparse mucho, pero esto lo pensaba refiriéndose al suyo: Hacía meses que él y Laura no se tocaban ni para saludarse.

El ritmo de las caderas de las hormigas en la tele eran porno para Aldo. Había gotas nocturnas en el baño que lograban provocarle una erección si se escuchaban algo obscenas. Pero era todo inútil porque cuando quería besar a Laura toda esa libido desbordada se reducía a un gesto cariñoso al que ella respondía con desdén y nostalgia. Todo esto sumado a los cada vez mas frecuentes ataques de pánico que Aldo sufría, y que lo obligaban a encerrarse en un patético silencio (incluso más patético que sus largas sesiones de masturbación)

Laura no seguía las reglas de la perversión de modo convencional, lo que de alguna forma hacía que su perversión fuera más visceral y menos preceptiva que la de Aldo. Se dedicaba a la enseñanza y era una ferviente militante feminista. Muy pocas veces se había dejado llevar por el frenesí de los abrazos y los sudores de los cuerpos, pero guardaba un secreto muy oscuro en sus pasiones que intentaba negar con una gélida pose.

Tanto la relación de Damián y Violeta así como la de Aldo y Laura con sus correspondientes conflictos habían sido determinadas por el azar de la vida y solo era cuestión de tiempo y espacio para que hallaran el perfecto equilibrio entre ellos. Dicho equilibrio no es más complejo que aquel del que se valen los planetas en órbita por efecto de la onda gravitacional ni menos importante que aquel logrado a partir del más antiguo redentor de las relatividades: el caos.

¿Quién observará la inexistencia y tomará nota? Si se pueden desaparecer todos los aparecidos ¿cómo y de dónde se nutre el placer?¿Qué sucedería si llegara a morir en un orgasmo?¿Sería ese punto previo a la desaparición mental el mayor deseo de mi vida? Estas cosas se preguntaba Aldo en su almohada antes de dormirse profundamente. Entonces tomaba posesión de su cuerpo el pánico, severo enemigo de sus nervios y aliado de sus reflexiones más intrépidas. Luego lo mismo de siempre, el pequeño lapso entre el terror y el agobio que conlleva al sueño. En él se fundían como magma todos sus deseos secretos, se derretía como semen de fantasía, ahí estaban las eternas piernas que caminaban como bestias por la tierra, las vaginas gigantescas por donde brotaban gotas de lluvia que al descender sobre Aldo se volvían una sola, la de su canilla con el cuerito mal puesto. Esas eran las tribulaciones de este pobre hombre sin imaginación, que se excitaba pensando en su propia inexistencia.

Damián estaba acostumbrado a vivir sin fantasías, a adornar con gran minuciosidad solo los muebles del living de su casa, a completar las ideas de espacio solo con nuevos floreros de cerámica y a usar la imaginación solo con los números. El orden de sus pensamientos era una amenaza para el hábitat con el que soñaba Violeta, pero (y esto era solo una idea desprolija) los dos sentían que esta incompatibilidad le otorgaba balance a la relación.
Ella asía la regadera con un gracioso gesto mientras regaba las plantas del balcón, casi con sorna, la noche en que Damián invitó a Aldo y a su novia a cenar a su casa. Eran las nueve de la noche y la señorita de la casa tomaba un café con leche y croissant, haciendo de cuenta de que era de día y que no tenía nada más que hacer que pasearse en pijama al ritmo de una canción caribeña, que sonaban en su tocadisco antiguo.
Laura y Aldo llegaron a eso de las diez, cuando Damián estaba a punto de abrir el vino. La primera que sacó conversación fue ella, que doblegó cualquier conversación posterior de los hombres con una charla sobre la violencia de género y la cosificacion tan evidente de los programas de la tele. Usó los términos: Monopolización machista del entretenimiento y retahíla antimenstrual pre anarquica. Esa increíble capacidad para decir idioteces tal como el resentimiento para con cualquier hombre eran prerrogativas propias (y lo siguen siendo) de las mujeres defensoras del género. Pero Laura sabía bien que aquella distancia que ponía con los otros no era otra cosa que una ilusión.

Otro documental en la tele sobre animales apareándose y Aldo no soportó más la frustración. Tengo que comprar unos cigarrillos, le dijo al amigo. Yo tengo que ir a entrar la basura, dijo después Violeta. A nadie le importó semejante arranque de incoherencia, Damián ya había tomado suficiente como para estar tranquilo en su sillón y Laura estaba muy entretenida viendo como procreaban sobre los árboles unos perezosos. Después de darle la llave de abajo del edificio Damián empezó a hablar serenamente con la catapulta de conceptos sin sentido de Laura hasta que se sintieron en sintonía.
Perdón por lo de esta noche, Violeta y yo no estamos muy bien últimamente y es difícil hacer sentir cómodos a nuestro amigos. Dijo muy triste Damián. Yo pensaba simplemente que una visita de ustedes podría mejorar la dinámica de la pareja...
Tan pronto como dijo esto último empezaron a brotar las lágrimas que le causaron a Laura una extraña conmoción. Esa clase de quebramientos lograba sacar su lado maternal y lo abrazó como si fuera su propia criatura.
Entonces sucedió el accidente.
Un relámpago en un planeta de otra galaxia, que adornó su atmósfera con diamantes, resonó tras una explosión de piedras plateadas.
Una elipsis en el libro del cosmos y un pedo gratificante en una esquina meada de un burdel y el ocaso y la ciénaga y el caos.
El apagón producido por un cortocircuito dejó todo el edifico a oscuras. Los rayos de luna se filtraron por la ventana iluminando los relojes del departamento que marcaban cualquier hora, pero como Violeta bien lo sabía, el tiempo no era otra cosa que una ilusión.

Los brazos de Laura se sintieron livianos en los hombros de Damián y por eso la abrazó con la misma ternura. Pero aquella inocencia no duró mucho y entre las sombras y el silencio sus bocas se chocaron, primero con suavidad y luego, como si la oscuridad les hubiera dado esa libertad tan ansiada, con una febril desesperación. Empezaron a morderse y a arañarse el cuerpo, queriendo arrancarse la piel de sus disfraces y todo sucedió en un instante oculto y no.
El momento de libertinaje mermó un poco una vez que se escucharon. Pero, Damián ¿qué estas haciendo? Dijo ella. Y en seguida la locura continuó, él no dejó que su impulso salvaje se extinguiera y solo respondió: Te voy a sacar el feminismo de una buena cogida, puta reventada. Y eso logró desarticularla del modo que nunca podría haber soñado aquel santurrón ni en sus más aburridos momentos de ocio. De pronto en la cama ella le pidió que la despojara de toda su ropa y de toda su dignidad. Por el ano, por favor. Suplicó entre gemidos. Por el ano, bien profundo. Pero aquella era una maniobra desconocida para él, quien la penetró como todo un inexperto cortándose el pene y llenándola de un líquido espeso que fluyó de aquella herida e ingresó casi sin dejar rastro. Ella gritaba del dolor pero no quería que se detuviera. Él no podía creer lo que estaba haciendo. Quizá, pensó, finalmente me contagié la enfermedad de Violeta.
Y por cierto ¿Violeta?

El corte de luz había dejado a Aldo y a Violeta encerrados en el ascensor. Las penumbras también se tiraría como predador sobre sus corazones. Pero antes Aldo debió enfrentar a su más reciente fantasma. Violeta trataba de tranquilizarlo, y el pánico obligo al hombre a desfallecer en el suelo, lleno de terror y desesperación. ¿Estoy muerto?¿estoy muriendo?¿estoy muerto? ¿quién soy? preguntaba entre sollozos insoportables. Ella logró mantener la calma y de golpe sintió su mano atrapando su pierna como si fuera un cadáver que había resucitado de la ultratumba y algo en ella se humedeció inmediatamente. Corrompida por aquella intuición quiso liberarse de las garras de aquel sombrío hombre que estaba en pleno ataque de pánico y solo logró que su mano se aferrara más a sus piernas, lo que la hizo temblar violentamente para caer sobre él, su presa.
Estaban atrapados, quizá para siempre, no lo sabían. El temor de Aldo era para Violeta como una bocanada de aire fresco. Entonces ella aprovechó su poderosa voz en aquel instante y lo dijo: Estamos muertos, o en realidad nunca estuvimos vivos. El hombre se abrazó a su cintura mientras ella con una gran satisfacción se estimulaba el clítoris furiosamente. Luego Violeta masturbó a su compañero de ascensor repitiendo una y otra vez: No somos... no estamos.

Una vez que volvió la electricidad ya todo había terminado. Las parejas se vieron a los ojos y se notaron un brillo extraño en las miradas. Una confusión excusable y un delirio inexplicable había enmudecido sus rostros. Nada había sucedido realmente, simplemente un desliz del tiempo causado, tal vez, por el extraño juego de los relojes. Una elipsis en el libro del cosmos, un punto ciego de la galaxia los había envuelto con un manto de lujuria que ahora latía levemente en cada órgano mojado de sus cuerpos. El apagón había sido un acceso, un error, un destiempo. El ascensor emprendió su marcha por el agujero negro y el sonido de la cadena de un baño se repitió en aquel eco de sus memorias, la única prueba de que aquello no había sido imaginario había sido eso que descendía por el drenaje a la última hora del día: una extraordinaria mezcla de mierda, sangre y semen.




lunes, 5 de octubre de 2015

El rufián


Margarita y Alfio eran un matrimonio de esos que ya habían pasado los sesenta, vivían en las cercanías del barrio chino, junto a una antigua peluquería llamada “El rufián” y jamás se habían mudado desde que se afincaron allí en la década de los ochenta, cuando él había empezado a trabajar como taxista mientras ella daba clases de pintura. Hacía un tiempo los dos permanecían en un molesto silencio en el que solo se comunicaban con señas y soplos procaces. Al parecer Alfio había empezado con este hábito el día en que Margarita le mencionó que se había puesto sordo y torpe, entonces se le ocurrió castigar a su mujer evitando entablar conversaciones con ella. Así fue como ella aprovechó esta nueva forma de relación para oír más claramente sus pensamientos.

En la vieja peluquería “El rufián” trabajaba Román, el peluquero del barrio de hacía veinte años, defensor de los “viejos modelos”de gobierno y amigo de la pareja. La vida había sido muy severa para el viejo Román, había comenzado a trabajar desde muy pequeño casi sin saber leer ni escribir, su mujer había muerto de un a.c.v. y además querían desalojarlo de su trabajo para poder ensanchar un nuevo supermercado japonés.

Ese día Román se encontraba cortándole el pelo a un niño muy molesto cuando observó a Margarita entrar al local, muy elegantemente vestida, con su cabello alzado y mostrando unas piernas que no parecían haber envejecido. Se sentó ante el enorme espejo y le dedicó una sonrisa a Román seguido de una mordida de labios, insinuando que aquel niño inquieto era un monstruito insoportable.

El viejo peluquero al que nadie nunca le dijo rufián cubrió sus pronunciados pechos con el mantel rosado que guardaba solo para sus clientas favoritas y empezó a cortarle el cabello a la mujer que hacía tiempo miraba con gran deseo y lujuria. Por momentos Román preguntaba por Alfio, a lo que Margarita respondía con una sonrisa fingida, sabiendo que no podía hablar mal de su marido a uno de los amigos más viejos del barrio. El perfume de la leal Margarita llenaba de frenesí  y de ideas prohibidas al pobre Román mientras trataba de concentrarse en no cortar demasiado. Lo cierto es que aquel peluquero no era muy atractivo, era un hombre muy abandonado y desecho por el tiempo. Y Margarita era una mujer mayor deliciosamente cuidada que aún conservaba una tierna mirada que podía ser fácilmente interpretada como picarona. Ambos se sentían muy cómodos en aquel antiguo local, pero eso no era otra cosa que un símbolo de la costumbre y la cercanía.

Luego de que el hombre moldara sus últimos bucles Margarita no se aguantó y le dijo a Román que su esposo ya no le hablaba. El peluquero moderó la sorpresa que le causó el comentario, limpió los hombros de Margarita con un cepillo y pensó que era su oportunidad para hacer una declaración. “Ya se le va a pasar. A veces los hombres somos muy orgullosos, pero usted, Margarita, cuenta con mi oído cuando quiera” Margarita parecía muy compungida al respecto y con aire de estar censurándose para no explotar de rabia. Por suerte él la impidió que dijera algo de lo que podría arrepentirse luego. “Tan complaciente es su voz, Margarita, nadie soportaría mucho su silencio…” Luego el hombre advirtió un ligero color en el rostro de la mujer y una sonrisa muy delicada. Román se sintió realizado.

Margarita no recibía halagos desde hacía mucho tiempo. Se sabía una mujer atractiva para otros hombres pero no solía hacer alarde ni coquetear con nadie. Al salir de la peluquería se sintió algo avergonzada de haber hablado de Alfio, pero se alegró de que le dedicaran aquellas amables palabras.

Al entrar a la sala, Margarita se encontró con el gato del vecino que se había metido por la ventana. Lo alzó como siempre y lo dejó cerca de la puerta para que se fuera solito. Alfio miró a Margarita y en lugar de mencionar algo sobre su nuevo peinado le dijo que sacara de una vez a ese gato porque seguramente buscaba comida. Como ella siempre tuvo afecto por el animal evitó responderle agresivamente y llevó al pequeño felino con su dueño.

Esa noche la pareja se fue a acostar y Alfio encendió la tele. Se puso a mirar una película algo erótica que no hizo más que fastidiarlo y decidió dormirse enseguida. Margarita, que aún no podía dormir, se perdió en el argumento del osado guion y recordó sus años de juventud, cuando el placer físico y la perversión lograban dominarla y llevarla a realizar actos tan imprudentes como prohibidos. Apagó el aparato que solo le producía insomnio y se le plantó una siniestra idea en la cabeza.

Los sonoros transeúntes del barrio comenzaron su mañana con inusual intensidad. El gato se había escapado nuevamente de la casa del vecino y ahora ocupaba el espacio vacío de la cama junto a Alfio, quien se incorporó al notar que su esposa no había pasado la noche allí. Se vistió con la rapidez que sus piernas le permitieron y empezó a llamar a Margarita por toda la casa, al no recibir respuesta salió a buscarla muy preocupado.

Atravesó un gentío que se había acumulado muy cerca de su puerta, se subió en el Peugeot, su compañero de rutas, y luego de apagar el cartel de libre empezó a andar. Quizá su mujer se había ido a lo de su hermana la noche anterior, después de que él se durmiera. Pero, ¿por qué tomaría esa decisión? Todavía era un misterio para Alfio. Solo cuando encendió la radio finalmente lo comprendió. La periodista mencionaba la fecha exacta de su aniversario, seis de octubre. Se maldijo con una gran furia y golpeó el manubrio con frustración. ¿Cómo había podía olvidarlo? Había estado tan ocupado en dificultarle la vida a su esposa que por primera vez había cometido uno de los peores pecados en el matrimonio, o, al menos, el primero que parecía imperdonable.

Debería preparar algo, pensó Alfio en su inocencia. Nada parecía ser apropiado ni garantía de éxito, fue el primer día desde hacía años que su mujer no le despertaba con el desayuno. Seguramente esto serviría para reconsiderar su actitud los últimos días. “Los últimos años”, masticó en su foro interno.

Después de dar unas vueltas en su taxi decidió volver a casa. Ya no había la misma cantidad de gente, pero sí había un patrullero frente a la peluquería de su amigo Román. Se paró frente a él, que estaba sentado en la vereda con los ojos llenos de lágrimas, y se rascó la cabeza. Nunca había visto a ese viejo llorar, ni siquiera después de que su esposa falleciera de un repentino ataque y le sorprendió que pudiera estar con tal angustia.

Román se levantó casi sin aliento y le pidió perdón. Solo podía repetir una y otra vez esa ridícula palabra: “Perdón”. Sonaba tan infantil viniendo de los labios de este hombre. Después de calmarlo el pobre viejo seguía disculpándose y diciéndole que él no había hecho nada. Pero la situación era muy confusa para Alfio, quien se apartó del hombre con fastidio y trató de cruzar la calle. Eso ayudó a su perspectiva, que hasta el momento había sido ofuscada por las eventualidades y su propia amargura. Miró hacia la peluquería y por primera vez notó algo muy distinto en la vidriera a la que estaba acostumbrado a mirar. Y era que el nombre pintado de rojo que solía estar en grande, “El rufián”, había sido completado muy artísticamente con otras letras. El encabezado le asustó de inmediato. No podía creer sus ojos y leyó y releyó aquel mensaje, tan claro y perfecto.

Alguien se había encargado de cambiar el nombre de la peluquería y no había sido cualquier vándalo… “Alfio es <El rufían> y Margarita su puta”.

Cuando se dio cuenta del estilo de la pintura y de lo que se ocultaba en esas pérfidas palabras recordó un aire distinto, un olor viejo y una imagen nítida de una juventud perdida u olvidada. Esa fue la mejor declaración de amor que Alfio jamás había recibido en su vida. Sonrió después de un suspiro de calma y tocándole el hombro al viejo Román dijo: "Ya lo resolveremos".

En la sala aún estaba el gato, oculto bajo la mesa. Sobre ella, las antiguas pinturas de su esposa y los distintos colores que hacía décadas que no se usaban. El gran amor de su mujer y su perfecto talento no habían cambiado a pesar de todo, solo su apreciación por ella, y ahora lo sabía.

Margarita lo esperaba en la habitación vestida con una suave tela blanquecina y un conjunto de lencería oscura, que solo podía despertar inspiración y locura en cualquier hombre que alguna vez hubiera probado la piel de una criatura perversa como ella. Esa noche el silencio no fue molesto, ni desesperante, ni asfixiante: solo un instante en la noche entre los primeros gemidos y las ultimas exhalaciones.


sábado, 2 de mayo de 2015

El viudo, el sastre y su esposa


Borak Val era un hombre sin muchas pretensiones, tenía una casa humilde en el centro, un trabajo como sastre, una dulce esposa que cuidaba una biblioteca y una botella de brandy para ocasiones especiales. Sin embargo era por muchos conocido que aquello era un burdo intento por ocultar su verdadero rostro. Detrás de aquel hombre modesto de pueblo se hallaba un ser libertino, ampliamente lujurioso, que gozaba de pasiones sádicas y fantasías maquiavélicas. Noelia, su mujer, conocía muy bien los deseos de su marido y por supuesto ya le había amonestado su comportamiento en diversas circunstancias en la intimidad, que no hacen falta mencionar por el momento. Borak era un animal descontrolado a la hora del sexo, pero aún conservaba total sumisión a su perfecta y noble esposa, de esta forma, ella lograba domar la bestia y a la vez recompensarle con algún que otro antojo licencioso. Así fue siempre a lo largo de su matrimonio y fue así como Borak Val logró su acometido luego de convencerla de tal magnifica fechoría que relataré a continuación.

Había comenzado el invierno y la fría noche recorría la habitación de Borak con su pesadumbres envuelta en tinieblas. Hacía meses que el sastre no podía mantener una erección y su mujer ya se estaba cansando de humedecer sus labios y no lograr nada. La sien de aquel perverso latía frenéticamente, su mente viajaba a sitios innombrables y a pasiones oscuras, pero no era posible alcanzar el punto álgido de su excitación. Finalmente se cansaba y se dormía frustrado cerca de su agotada esposa.
Fue un día de junio en que Borak conoció a quien sería su nuevo mejor amigo, Héctor Pubill. Un hombre realmente destacado, estudioso y muy elegante. Llegó a su tienda pidiendo que le hiciera un traje de casamiento. Las manos de Borak recorrieron las líneas de este hombre que hablaba con un acento gracioso y se sonreía como con una inocencia infantil, tomó sus medidas y logró hacerle el traje más complejo y exuberante que jamás había hecho en toda su carrera como sastre. Desde entonces ellos planeaban cenas, cafés y platicaban sobre política y filosofía. Héctor solía decirle a su nueva esposa: Es el mejor sastre que he conocido, inteligente y de buen gusto.

La amistad de Borak y Héctor era un gran alivio para Noelia, que solía pasar mucho tiempo escuchando las extrañas ideas de su marido, como si fuese su confidente leal; esa clase de pecados que jamás llegan a oídos de párrocos o confesores. Ahora Borak encontró un aliado de sus perversidades y ambos poseían un gran talento para la inventiva y la fantasía.
Quizás aquel vínculo masculino había impuesto algo de quietud al espíritu salvaje de Borak para transformarlo en creatividad. Hacía meses que Borak y su esposa no se tocaban y él parecía no molestarse.
Luego de un café y un poco de brandy, Borak y Héctor hablaban en el living, cerca del fuego.
- Querido Héctor, tengo que admitir que mi primer impresión de ti fue la menos acertada. Un hombre culto a punto de contraer matrimonio, con esa mirada de honra y esa paz de hombre de bien. Caí en la trampa de aquella imagen de tipo santurrón, que busca un traje sobrio y formal para satisfacer la mirada del vulgo y de su familia.
- Oh, Borak. La familia de mi esposa me odia, mis padres no asistieron a la boda por temor a la verguenza; ellos siempre opinan lo peor de mí, quizá hasta imaginaron que estaba tras su dinero. Pero hay algo cierto en todo este asunto. Yo adoro eternamente a Carolina, ella es la luz de mi vida, de mis negros sueños y de mis tardes grises. Sin ella no sería nadie. Incluso abandonaría los burdeles tan solo para estar con ella, pero eso no lo veo posible. Es una mujer ejemplar, dedicada, preciosa, pero jamás podré tratarla como a una cualquiera. Nunca podré ensuciarla con mis más oscuros deseos.
- No puedo verte así amigo mío. Me quiebras el alma y me llenas de angustia el pecho con tu romántica mirada. No quiero que me malinterpretes, yo también amo a mi esposa, pero el hecho de escucharte hablar de ella como si se tratara de una especie de dios me revuelve el estómago. En el momento en el que me comparo contigo siento que hay un vacío imposible que no puedo siquiera comenzar a comprender. ¿cómo es que no tratas a tu esposa como a una cualquiera?
- Te juro que es lo único verdaderamente sagrado para mí. Nadie me ha hecho ver los cielos de mejor manera, ni me ha apretado el corazón con un suspiro mientras imagino la eternidad de su rostro. Mi preciosa Carolina.
- Esto es verdaderamente un horror, amigo mio. Una mujer que es pura ternuna y que no puede ser puta... es una calumnia para la imaginación, una displicencia imperdonable para el pensamiento.

Borak no podía aceptar que su amigo no lograse el éxito del placer que a él jamás se le había negado. Sin dudas había algo que debía hacer para poder recuperar su respeto por aquel hombre pero aún no lo había descubierto. Héctor era todo lo que Borak algúna vez había deseado ser, lo que había aspirado a ser y simplemente no era posible que esa proyección de su yo con la que podía interactuar y compartir no pudiera alcanzar lo más importante de su existencia: el goce exquisito de lo prohibido.
El sastre comenzó a odiar cada vez más a aquella mujer que no satisfacía correctamente a su amigo. Como si se tratara de su propia esposa. Así que comenzó a agarrarsela con la suya. Llegaba a la casa y golpeaba salvajemente a su mujer pidiendole que se comportase como señora de bien, señora respetable. Noelia obedecía a estos caprichos con un gran dolor pues a esa altura ya no sabía qué era lo que su marido necesitaba. Recibía los golpes con firmeza y respondía amablemente. Borak usaba látigos, cigarros encendidos, platos y hasta su propios zapatos para "corregir" a esta mujer que no podía ser el eterno rostro de una diosa, sino una prostituta que satisfacía todos sus deseos menos uno.

Al tiempo Borak dejó de frecuentar a su amigo Héctor. Él no pasaba por su sastrería ni Borak le llamaba a su casa. Noelia como todas las noches se dispuso a satisfacer a su marido pero no hubo caso. Pensó que vendría la reprimenda, pero en aquella oportunidad Borak solo le dio unas palmadas en la cola diciéndole: Niña asquerosa, niña mala, niña puta.
Parecía que Borak se había serenado cuando se enteró de la noticia. Hace unas semanas Carolina, esposa de Hector Pubill había fallecido de una horrible enfermedad que la obligo a esperar la muerte en su cama unos meses, hasta sofocarse en su propias secreciones.
Héctor llegó a la casa de Borak hecho un desastre. Había bebido todas las noches y parecía que no se bañaba desde el incidente. Su esposa había muerto y él había perdido todas las esperanzas. Tan solo le quedaba aquella amistad con el viejo sastre que vivía en el centro, junto a su noble esposa Noelia.
Borak le recibió con un abrazo y lo invitó al living en donde le sirvió una taza de café mientras intentaba consolar al pobre hombre desdichado.
- ¿Qué he hecho amigo Borak, para merecer tanta crueldad por parte del destino? Todo este tiempo me negué a mí mismo para poder servirla en todo, para poder estar a su disposición. Me rendí ante el triunfo de su belleza y ante el fracaso de su salud como si se tratara de una divinidad, de un culto personal. Ahora no me queda ni el menor rastro de mi amada, ni la mínima ceniza, ni el aroma de su aliento. Pretendo hundirme en lo más profundo de mi abandono y solo encuentro el vacío que me ha dejado su nombre, el recuerdo de su mirada y su sonrisa bondadosa. Estoy a los pies de la misma muerte, y puedo sentir su desprecio, su lejanía.
- Querido Héctor. Ya no sigas, recuéstate mi amigo. Deja que esos recuerdos fluyan con sus flujos poderosos y haz el duelo que quieras. Pero no ansíes la muerte porque aún perteneces al reino de los vivos. Nadie podrá devolverte a tu amada Carolina ya. Este es el momento en que debes aferrarte a tus amados amigos y esperar que estos se encarguen de tu salud y tu bienestar. Apoya tu cabeza en la almohada que yo velaré por ti, querido amigo... eso... ahora bebe un poco de brandy, así descansarás mas profundamente.

En aquel instante nadie sabía lo que pasaba por la perturbada cabeza del sastre excepto Noelia, quien observaba como su esposo acariciaba la cabeza de su amigo con una sonrisa macabra en su rostro. Las sombras se apoderaban de su imagen cada vez que este viejo tenía una nueva idea.

Borak descargó las gabardinas y encendió las máquinas, trabajó como todos los días, pero aquel no sería un día cualquiera. Había organizado una cena con su amigo Héctor en su casa y algo que no le dejaba dormir hace noches comenzaba a dibujarse en sus lienzos. Era irónico, Borak le otorgaba una gran dedicación a aquello que tanto detestaba en la cama. Esa era la forma que tenía de esconder sus deseos mas profundos; Su labor era vestir lo mejor posible aquellos cuerpos que sin duda eran mejor bienvenidos a su tienda desnudos.
Empezó a trabajar con un delicado paño femenino, este vestido era el más importante, debía estar terminado antes de las ocho de esa noche y el velur no era lo suficientemente "virginal" para aquel estilo de vestido nocturno. Ordenó su local, limpio los pisos embarrados y se dirigió a su casa en donde le esperaba un buen Montrachet y la cena perfecta.

Héctor comenzó a beber temprano, Noelia tenía indicaciones precisas de nunca dejar que la copa del señor Pubill estuviera vacía, al parecer esa sería una noche larga y teñida de un lúbrico escenario planeado por Val. El silencio de la habitación hacía parecer que todo de golpe estuviera pidiendo los gritos de alguien. Las velas eran las más apropiadas para la ocación: negras en candelabros antiguos. Cuando Borak se acercó a la mesa para ver a su invitado estaba vestido con uno de sus mejores trajes.
- Mi querido Héctor. Para agasajarte esta noche te he mandado a preparar una de las mayores exquisiteces a un gourmet amigo mío que vive en el campo. Sírvete y acompañame a mí y a mi esposa en esta solitaria noche. Esto que tienes aquí es lo que los franceses llaman Foie gras... prueba.
- Oh, celestial sabor... que delicia, mi amigo.
- Nada me hace más feliz que poder complacer su paladar, querido camarada. Tome su copa de vino verá que combinación inesperadamente asombrosa que hay entre este divino Foie y el Montrachet ligeramente aireado.
- Le puedo jurar que esto ha sido una bendición para mi gusto. Pero ¿qué es esto que estoy comiendo? me sabe algo familiar y sin embargo no puedo distinguir...
- Oh, ¿el Foie gras?. Es algo muy curioso. Verá mi querido Hector, es una costumbre un tanto controvertida, para poder lograr semejante sabor se sobrealimenta a la oca o pato con el mejor grano durante un período de tiempo hasta que el animal está que revienta. El hígado del ave infeliz finalmente cede y posee la grasa necesaria para que al freírlo tome un sabor único y especial.
- ¡Dios mio, Borak! que manera más siniestra de cocinar es esa. ¿Por qué no me dijiste esto antes de probarlo?
- Porque imagine que no lo disfrutarías. No como yo, que lo gocé la primera vez que lo probé conociendo el procedimiento.
- Eres un perverso hijo de puta, Borak.
Y aquella era la verdad. Pero aún Héctor no había visto nada ni imaginaba lo que le deparaba aquella noche.

Unos tragos más y los dos amigos ya estaban delirando. Borak se levantó y murmuró algo al oído de su esposa Noelia, quien se veía muy elegante y especialmente bella en aquel instante.
- Nada como los placeres de la carne mi amigo Héctor.
La mujer se acercó al sillón en donde descansaba Héctor y comenzó a acariciarle el cabello. Mientras tanto el sastre miraba la situación con una gran sonrisa de satisfacción en el rostro. Noelia se posó sobre Héctor, cruzando sus brazos sobre su cuello y besandole las orejas. Las manos de Héctor recorrieron la espalda de Noelia y llegaron a su trasero. Agarró bien fuerte el culo de la esposa de su amigo y se empezó a animar. Tan pronto como se sacaron las ropas, Noelia y Hector se sumergieron en un frenesí inmediato, en el que parecían perderse sin temor ni desconfianza. Sus cuerpos eran el molde fantástico que Borak tanto había planeado hace meses en sus sueños.
Su amigo gozaba del cuerpo de una mujer, olvidando sus penas y el sastre se sentía a gusto con esa situación, en la que él solo era un observador. Tras las mordidas y las lamidas Héctor terminó en el suelo y Noelia se incorporó con la velocidad de una serpiente que esta a punto de devorar a su presa.
Fue cuando Borak la tomó de la mano y la llevó a la habitación.

Unos minutos después Héctor comenzo a sentir que lo tocaban con unas manos dulces y suaves por todo el cuerpo. Comenzó a experimentar la sensación de que aquello podría hasta llegar a ser místico. Los dedos de la mujer rasgaron el pecho de aquel hombre desnudo y ahorcaron débilmente el cuello de su amante. Las manos temblorosas de Héctor buscaron otra vez las nalgas de la mujer que se entregaba lujuriosamente sobre su cuerpo, pero sintió una tela muy suave que le resultó familiar al tacto. Fueron los susurron inaudibles de Noelia lo que hicieron que Hector abriera los ojos:
-¿Qué dices?.- preguntó el hombre
Y entonces la vio. Ante él se encontraba la imagen mas preciada y mas pura. El rostro blanco y la mirada eterna de su amada. El vestido era idéntico a aquel vestido con el que habían enterrado a su difunta esposa Carolina. Pero no podía ser, aquello era imposible. La mujer obedeció al demonio y con una mirada salvaje le dijo:
- ¿Ahora me dejarás ser tu puta?
Héctor no podía creer que aquella imagen impoluta se había mancillado de esa forma tan atroz aquella noche. Se largó a llorar con un grito de angustia que lo apartó por siempre del mundo de los vivos, se acurrucó en un rincón de la casa y se atrapó la cabeza entre las manos como si fuera a estallar en cualquier momento.
Al otro lado de la sala, Borak, el miserable sastre, que había visitado la noche anterior la tumba de la muerta solo para poder copiar a la perfección su vestido, ahora se retorcía de la risa mientras eyaculaba sobre su mujer en el suelo, finalmente había podido alcanzár aquel punto álgido del que hace meses no sabía nada. El foie gras había pasado a ser un placer muy secundario para Borak.



jueves, 23 de abril de 2015

Se durmió mi mulato


Es una pena que se haya dormido mi mulato tan temprano, a la hora de desempolvar los abrigos y tomar un café irlandés en el bar junto al muelle. O de atrapar con mayor lucidez algún tema arbitrario y desmigajarlo como si fuera una exquisitez del lenguaje. O de encerrarse en una habitación desordenada y combatir la misera parca-ocaso con unas lamidas y unos empujones de caderas y brazos. O de quemar brujas y esbozar la sonrisa divina en los labios, sin temor al escudriño moral ni al deseo sedicioso. Eso es algo bastante, el deseo sedicioso.

Yo planeé muchas veces abandonar este sitio, como se planea perseguir un sueño infantil. Aquí me siento más encorvado, demás cómodo. Preferiría el peligro, el enfrentamiento con la desgracia del hombre común, sin el cigarro y la copa o la cama que envejecen hasta a un muchacho decente. El muchacho decente que preferiría ser yo, o mejor, tener. Pero ¿qué sería del hombre, del enemigo entonces? Ya me permito el lujo de recordar la decencia y se siente como un pecado antiguo en el paladar.

Pero suficiente ya con mis vicios orales. Hace un tiempo mataron a mi mejor amiga, la conciencia, le clavaron un cuchillo en la garganta y la muy verborrágica logró pronunciar mi nombre en forma de rezo. Me causó mucha gracia saber que el asesino se asustó porque pensó que mencionaba el nombre de dios. Por eso ahora prefiero mantenerme al margen de todo debate serio y tengo un mulato que me recuerda siempre que la mejor forma de tener contacto con la sangre es la abstracción, es decir, la sangre que no se ve, pero que se siente.

Se apagó el astro como consumido por el mar. Ahora se siente el fresco de la noche y se pueden escuchar los tacones que, como movidos por el mismo brillo de las estrellas, inundan el muelle en busca de "admiradores".

- ¿Cuántas monedas por una escupida?
- Debiste rechazar el último trago, borrachín. Pero aquí te va una...

No sé si es de conocimiento popular, pero la saliva de una prostituta es oro puro para los borrachos empedernidos y malgastadores. También están los buscadores de negocios limpios, que pagan la hora y tienen solo unos veinte minutos con una de las heroínas. Suelen ser extranjeros o maricones. A mí me gusta observarlas mientras caminan con sus portes seguros y nada improvisados, como gatos que conocen las calles. Me gusta hacerles compañía cuando necesitan fuego y realizan un intercambio sutil de agudos comentarios entre ellas. Yo me limito a sonreír ante sus labios iluminados y a saludarlas en la lejanía con un sencillo: Reinas...

No todo en la noche es coqueteo y transacciones, por supuesto. Muchas almas llegan a la madrugada en barcos pesqueros como si vinieran del Leteo y marchan por las calles nostálgicos y pensativos. El frío les convierte en animales cómicos, que cargan la pesada mercancía y corren zigzageando los bares en busca de refugio, de hogar.

A veces se puede ver a un gran atleta mosqueando en la esquina y otras a un debilucho levantando calamares y salmones en la orilla. Están equipados con esos nuevos uniformes que parecen de plástico y ya no tienen el aspecto estereotípico que teníamos del marinero o pescador. Más bien parecen futuros peces. Todas las noches los puedo escuchar insultando y llorando entre risas muy cerca de mi casa. Mientras mi mulato sueña quizá con su libertad tan ansiada.

Admito que los senos de Armenia son los más deliciosos a la vista y considero un insulto que un hombre no los note o los haga notar, apoyados en el barandal de un estacionamiento o apretados en un abrazo lésbico. Los preciosos melones de Armenia podría ser el título de un poema escrito por un autor contemporáneo, o de uno que esté en desuso como yo. Mis delicadas manos no podrían apretarlos como se lo merecen y sin embargo podrían describirlos con la belleza y firmeza con la que se muestran. Armenia es mi madre, mi hermana, mi hija, mi todo, sólo en ese instante en que le miro los pechos y sonríe mi diablo.

¿Es esto lo que permanece en mis memorias: marineros y prostitutas? Mi propia vida es un cliché inexcusable. A través de los distintos estados de este cielo en el que me he cagado y maldecido, en las estaciones que me he deprimido hasta el intento de suicidio, no he podido olvidarme de aquél consejo que una vez me dio mi madre: No te abandones.

Pero a vistas de que todos ya lo han hecho conmigo, y de que la propia existencia intenta mencionarlo en cada párrafo de mis días solitarios y mis noches de decadencia, estoy habilitado a decepcionarte madre mía. Los recuerdos que sostengo casi con la vehemencia con la que fui educado, casi, están maltrechos y desmojarados por la edad y la conducta. Sin embargo siguen pareciéndose a cuadros que uno vio y nunca poseyó. Quiero decir, me marcho. No hasta siempre ni pensando en aquella vanidad del tiempo que se tiene al despedirse de la vida. Es más bien un hasta luego.

El mulato pronto despertará y encontrará la casa hecha un desastre, la tibia taza sobre la mesa, el péndulo torcido en su sobria reminiscencia, el whisky a la mitad y el amargo y por siempre visceral silencio. Luego, sin pensarlo, dejará mi morada y se acostumbrará a la libertad. O quizá, duerma.